UN ARTE UNIVERSAL:
La llegada del cine sonoro había sido un estimulante para el desarrollo de los pequeños cines nacionales, diversificando los núcleos de producción y presentando batalla al monopolio de las grandes potencias. Al acabar la guerra resulta ya insostenible el equívoco de las «cinematografías menores».
El Cairo, por ejemplo, con 64 películas producidas en la temporada 1945-1946, se ha convertido en la capital cinematográfica de los países de lengua árabe. La producción de Hong-Kong alcanza los 200 films en 1948 y no tardará en situarse como la tercera potencia cinematográfica del mundo (detrás de Japón y la India). México y Argentina se consolidan como dos activos centros de producción y Japón comienza a ampliar el perímetro de su mercado gracias a los éxitos alcanzados en los festivales internacionales (especialmente los de Cannes y Venecia). Después de la guerra el mapa cinematográfico cambia velozmente de fisonomía, con la casi única excepción del África negra, todavía sometida al colonialismo o al neocolonialismo.
Alemania se convierte en potencia de segundo plano, escindida en dos núcleos: la DEFA, creada en 1946 en Alemania del Este, y la UFA en la Alemania Occidental, que en 1947 toma en sus manos Erich Pommer (súbdito americano desde 1944), por encargo de los ocupantes aliados. Al desbancamiento cinematográfico alemán corresponde, en cambio, el ascenso del cine italiano, mexicano y japonés, o el nacimiento histórico de nuevos cines, como el de Israel.
Entre las más alentadoras novedades que pueden registrarse en la Europa posbélica se halla el renacimiento de la producción nórdica. Noruega ha llamado la atención de los espectadores de la Mostra veneciana con El bastardo (1941), por el sueco Gösta Stevens, y Carl Th. Dreyer con Dies Irae (1943), prosiguiendo su discurso sobre la inocencia perseguida y martirizada. En esta película toma como pretexto un caso de brujería del siglo XVII, para hacer más tajante su condena de la intolerancia que sólo sabe custodiar la fe con hogueras y suplicios.
La brujería es una de las obsesiones más arraigadas en el alma nórdica. Este fantasma mental es también el punto de partida de una de las mejores producciones suecas de este período, Himlaspalet (1942), de Alf Sjöberg, que corrobora su fuerte personalidad con Tortura (1944), con guión de todavía desconocido Ingmar Bergman, drama patológico de un sádico profesor en el que se ha querido ver una parábola sobre el terror nazi.
El renacimiento del cine sueco se observa en un amplio frente que va desde el cómico Nils Poppe a los documentalistas Arne Sücksdorff y Gösta Werner, autor éste del excelente Taget (1943). La revelación de La señorita Julia en el festival de Cannes de 1951, conquistando la Palma de Oro, ha alertado a la crítica internacional hacia aquella cinematografía de la que apenas se tenían noticias desde los tiempos remotos de Sjöström y Stiller. Al año siguiente vuelve a producirse en Cannes una nueva conmoción con el poema sobre el amor adolescente Hon dansade en sommar (1952), de Arne Mattson, aunque aquí, es justo decirlo, juega el factor del atrevimiento erótico.
Pero las fábulas de brujería y el temor al infierno no sólo no han sido desterrados del alma nórdica, sino que aparecen como sus preocupaciones mayores, como se hará evidente en la obra de Ingmar Bergman, hijo de un pastor protestante que ha hecho sus primeras armas en el teatro y que va a exponer sus atormentados conflictos místicos y existencialistas en un virtuoso lenguaje tributario del expresionismo. Heidegger, Kierkegaard, Sartre y Camus están presentes en la obra de este gran artista, que debuta en 1945 pero que no comienza a adquirir consistencia hasta Sommarlek (1950), Un verano con Monika (1952) y, sobre todo, con el manifiesto pesimista de Noche de circo (1953), una consideración casi zoológica de la condición humana. Este film sobre el fracaso fue también un fracaso comercial y obligó a Bergman a derivar hacia la comedia rosa, para retornar, después de Sonrisas de una noche de verano (1955), a sus reflexiones filosóficas.
De Holanda nos llegan los documentales Spiegel van Holland (1950), que concilia el reportaje turístico y el film de arte, y Pantha rei (1952), poema del agua y de la tierra, firmados por Bert Haanstra. Por su parte, Joris Ivens rueda en Australia Indonesia Calling (1946), sobre la huelga que paralizó a parte de la marina de guerra holandesa que debía atacar a la Indonesia independiente, marchando luego a rodar varios documentales en los países comunistas de la Europa Oriental. En Suiza, que carece también de tradición cinematográfica, aparece la prometedora personalidad de Leopold Lindtberg, realizador de La última oportunidad (1945), mientras del impacto neorrealista nace en Grecia Stella (1955), de Michael Cacoyannis, que llegará a ser el más sólido director de su país.
En la América Latina se producen también sorpresas. En primer lugar está el caso de México, país pionero del arte cinematográfico latinoamericano gracias al ingeniero Salvador Toscano Barragán, que con una cámara comprada a Lumière registró, desde 1897, los acontecimientos más importantes de su país, reunidos luego en Memorias de un mexicano (1954). El cine mexicano se afianzó a comienzos del sonoro, con películas musicales y evocaciones del folclore revolucionario: Sobre las olas (1932) de Miguel Zacarías y Rafael J.
Sevilla, Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes. A pesar de su vasallaje al vecino Hollywood México cuenta con instalaciones importantes, como los estudios CLASA (1935), Azteca (1939) y Churubusco (1945), el 49% de cuyas acciones pertenecían a la empresa norteamericana RKO. Sin embargo, las mejores imágenes cinematográficas de México han sido hasta ahora fruto de episódicas incursiones extranjeras: ¡Que viva México!, Redes y The Forgotten Village (1941) de Herbert Kline, las dos últimas adscritas a la Escuela de Nueva York. Pero estimulado por las medidas proteccionistas del gobierno del general Cárdenas, el cine mexicano comienza a levantar la cabeza y en el festival de Cannes de 1946 sorprende con la fulgurante revelación de Emilio Fernández en María Candelaria.
Curiosa personalidad la del Indio Fernández. Con Flor silvestre (1943) y María Candelaria (1943), Fernández se coloca como el primer realizador mexicano. Cuenta en estas película los tipos y los cielos de México con una vibración plástica que evoca a los grandes fresquistas nacionales Rivera, Orozco y Siqueiros. Todo lo que hay de melodrama populista en sus obras adquiere grandeza y convicción por la pulsación lírica de Fernández y por el ropaje estético, que acabará, sin embargo, por degenerar en academicismo puro y simple.
En 1950 la producción mexicana alcanza los 121 films y la argentina 57. En este año se produce también la sensacional reaparición en México de Luis Buñuel con Los olvidados (1950), un grito desgarrador ante el problema de la infancia miserable y delincuente que florece como planta venenosa en el asfalto de las grandes ciudades. En abierta oposición a la moraleja optimista del film soviético El camino de la vida. La crueldad de sus imágenes procede en línea recta de Tierra sin pan, aunque no faltan aquí las anotaciones surrealistas, como el angustioso sueño de Pedro o la obsesiva presencia de unos gallos alucinantes de pura estirpe surrealista a lo largo de la película. Que Buñuel no ha roto con el surrealismo se hace evidente en Subida al cielo (1951), que vuelve a triunfar en Cannes con el premio «al mejor film de vanguardia».
Otro exiliado español que enriquece el cine mexicano es Carlos Velo, que procede del campo del documental y colabora en la realización de Raíces (1955), de Benito Alazraki, film compuesto por cuatro episodios indigenistas de Agustín Rojas González, antes de realizar con Torero (1956), una violenta desmitificación de la fiesta taurina, poniendo al desnudo el pavor del torero y viendo en el público a la auténtica fiera de este sangriento rito pagano. Son, ambas, producciones independientes promovidas por el inquieto Manuel Barbachano Ponce, responsable también del Nazarín de Buñuel.
Por su parte, el cine argentino experimentó las consecuencias de un severo proteccionismo. Leopoldo Torre Nilsson confirmó sus inquietudes culturales e intelectuales en películas como El crimen de Oribe (1950) o Días de odio (1953), y mostró su madurez creativa en la versión que realizó en 1956 de la novela de Beatriz Guido La casa del ángel.
Su compatriota Fernando Ayala dejó claro su talento en Ayer fue primavera (1955), su primer trabajo largo, al que siguieron Una viuda difícil (1956) y El jefe (1958).
Junto a ellos, se consolidaron otros directores: Mario Soffici con películas como La indeseable (1951), Una ventana a la vida (1953) y Rosaura a las diez (1957); Luis César Amadori con Cosas de mujer (1951) y La pasión desnuda (1953); Tulio Demicheli con Vivir un instante (1950) y La melodía perdida (1952), y León Klimovsky con La guitarra de Gardel (1949) y El túnel (1952).
El cine brasileño también alcanza su mayoría de edad en esta época con el triunfo en Cannes de Cangaceiro (1953), de Lima Barreto, sobre las actividades de los cangaçeiros, típicos bandoleros del nordeste del Brasil, vistos con romántica admiración por este cine joven y elemental, en el que al igual que en Raíces su tosco pero vibrante primitivismo no es defecto sino virtud. O, más bien, condición peculiar de toda épica primitiva, extinguida definitivamente en las culturas occidentales, y que por ello ejerce sobre nosotros tan gran fascinación.
Canadá, que era otro país cinematográficamente estéril, ha cobijado desde 1941 al dibujante inglés Norman McLaren, que cva a ensanchar el campo del cine de animación. Sus revolucionarios experimentos e incluso la banda sonora, causan sensación. Blinkity Blank (1954) es un prodigio de ingenio creador. Pero McLaren, incansable, experimenta el cine de animación con actores reales, pinturas al pastel, siluetas, guarismos, formas abstractas, objetos y hasta figuras estereoscópicas, como hace en sus películas tridimensionales Now Is the Time (1951) y Around Is Around (1951).
El cine japonés produjo su gran eclosión artística después del final de la guerra. Los años anteriores habían sido muy duros para el cine nipón y para su arte en general. La censura militar había prohibido cualquier película que tratase «de la bondad individual, de la libertad o que hiciese un elogio del amor». Cuando los norteamericanos ocuparon el país, dictaron disposiciones que prohibían «todos los films que exalten el feudalismo, el amor a la guerra y a las batallas, el nacionalismo, el militarismo y el culto a la venganza». Destruyeron además todas las películas que trataban de estos temas, lo que redujo las existencias del cine japonés en un 25%.
Calcando el modelo capitalista americano, el cine nipón se estructuró sobre cinco poderosas compañías (Schochiku, Toho, Daiei, Toei y Nikkatsu). Hacia 1950 se inició su auténtica «edad de oro», abierta con su clamoroso «descubrimiento» en Venecia gracias a Rashomon (1950) de Akira Kurosawa, cuya perfección técnica y su densidad psicológica sólo podían proceder de una industria altamente desarrollada y de un creador de gran madurez artística.
En efecto, el Japón había producido en este año 215 films, casi tantos como la producción de Italia, Inglaterra y Alemania sumadas, y su autor Akira Kurosawa (o Kurosawa Akira, a la manera japonesa) había estudiado Bellas Artes, estaba empapado de la mejor literatura mundial (con predilección por los clásicos rusos) y trabajaba en la industria del cine desde 1936.
Kurosawa es autor de una obra abundante y variada, pero inspirada siempre por un generoso aliento humanista. Al cine policíaco-psicológico pertenece Nora inu (1949), recurre a su dilecto Dostoievski para rodar Hakuchi (1951), en Ikiru (1952) enfrenta a un viejo funcionario con el fantasma de su enfermedad fatal y realiza una espléndida película de aventuras medievales con Los siete samuráis (954), especie de western nipón que ofrece una visión crítica de la actividad samurái.
Kurosawa es, en su concepción artística, un cineasta «occidentalizado», mientras Kenji Mizoguchi (el otro «grande» del cine japonés) otorga una genuina impronta oriental, preciosista y refinada, a sus evocaciones históricas o legendarias. Recordemos tan sólo, de su última etapa: Saikaku ichidai Onna (1952), Ugestsu Monogatari (1953) y Yokihi (1955).
La riqueza y variedad del cine japonés le ha convertido en uno de los primeros del mundo. Algunos de sus temas (como el martirio atómico de Hiroshima) han aparecido con significativa regularidad en sus películas y a partir de Godzila (1954), de I. Honda, se integra en la ciencia ficción, con parábolas apocalípticas de monstruos terribles que amenazan con destruir al género humano.
El cine indio (289 películas en 1949) se mueve sobre bases mucho más rudimentarias. Del bajísimo nivel cultural del país deriva su estereotipia y raquitismo artístico, con temas mitológicos, históricos y religiosos, salpicados de canciones y danzas, como en los viejos dramas rituales. La gran diversidad idiomática y el abrumador índice de analfabetismo (82,1% en 1951) impiden los subtítulos, obligan a doblajes múltiples de cada película y explican la existencia de focos de producción diferenciados por el idioma (Bombay, Calcuta, Madrás, etc.). Cine tosco, apuntalado en primarias fórmulas melodramáticas, la envergadura de su volumen no se corresponde con una importancia cualitativa. La formación de técnicos cinematográficos en el extranjero y el impacto neorrealista pudieron hacer concebir esperanzas a la vista de Do bigha zamin (1952), producida y dirigida por Bimal Roy, hay en la película una honesta voluntad de testimonio social, imagen verdadera de la atroz miseria que azota a este gigantesco hormiguero humano.
En África, lejos de la establecida y muy comercial cinematografía egipcia, el cine tiene una presencia de envergadura ya en la década del 60, más que nada como resultado de los procesos independentistas que, como en Senegal, posibilitan la creación de cinematografías nacionales donde aparece, una figura cimera para el audiovisual de la región y del mundo: Sembene Ousmane.
La revelación de Stayajit Ray en el festival de Cannes de 1956 con Pather Panchali (1952-1955), demostró que aquel inmenso país contaba, al menos, con un creador de gran talla, si bien es verdad que esa película se rodó al margen de la industria y fue concluida gracias al apoyo económico del gobierno de Bengala Occidental. Pather Panchali narraba la historia de una familia pobre de una aldea de Bengala, que decide emigrar a Benarés, la ciudad sagrada, y su patética odisea fue completada con Aparajito (1957), que conquistó el León de Oro de Venecia, y Apu Sansar (1959).